Ella (hijo pródigo)

Rosa

Ana Isabel Carballo | Me acerqué hasta donde estaba. Sabía que tarde o temprano levantaría la cabeza. Así lo hizo. Me miró. Sus ojos buscaban humildemente una respuesta. Ya estaba allí y no pensaba irme. No repetiría el error de siempre. No supe qué decir, ¡cuántas veces repetía esta situación!

Ella se levantó, me acarició la cara con su mano fría y húmeda de emoción. Parecía que era la primera vez que me veía, como si algo nuevo en mí hubiese aparecido. Cerré los ojos dejando que la suavidad de sus dedos fluyera por todo mi cuerpo. Poco a poco sentí el recuerdo de cuando era un niño, ese recuerdo que deja imborrable un ser querido. Como en un túnel del tiempo recordé mi infancia, mi juventud, mis éxitos, mis caídas… y ella siempre ahí para levantarme de mis errores. No quise soñar más. Estaba allí, llegaban ya los momentos de ilusiones, de esperanzas. Esto era real, no era un sueño. No tenía que engañarme de nuevo.

Busqué dentro de mí la fuerza para enfrentarme a mi problema, pero no había fuerza que no estuviera sujeta por ella. ¿Por qué seguía allí con las veces que le había fallado? ¿De verdad tenía algo especial hoy? ¿O eso de especial que tenía solo lo veía ella?

Me cogió de la mano y me llevó a mi antigua habitación. Allí tenía preparada ropa nueva para varias estaciones. Está claro que no sabía cuándo volvería, pero estaba segura de que lo haría. Abrió la puerta del baño y empezó a preparar un baño caliente con aquella espuma que desde pequeño me volvía loco. Ella lo sabía y dejó que lo disfrutara durante una hora. Al salir de aquel paraíso me dirigí al comedor. Le había dado tiempo a preparar todo aquello que me hacía feliz degustar. Empecé a comer con miedo, pero ella conocía tan bien mis gustos que, poco a poco, olvidé mis miedos y me fui lanzando a cada plato con el hambre de meses a base de una comida frugal al día.

Como el hijo pródigo había vuelto a casa después de idas y venidas en busca de mi libertad. Es graciosa esa palabra en alguien que había malgastado precisamente eso, su vida. Los nuevos amigos tan complacientes tenían un plan detrás y no dudaron en traicionarme. Así fue como me encontré comiendo “las algarrobas de los cerdos”.

Había dudado mucho en si volver a casa esta última vez sería lo correcto, pero sabía que solo ella podía sacarme del lugar donde la felicidad es más efímera que la chispa del mechero con el que jugueteaba entre mis manos.

– Eso no pudieron sacártelo, ¿verdad? -preguntó ella cogiéndomelo de la mano.

Era el único recuerdo que me quedaba de mi padre. Eso y su pipa con la que dibujaba en el aire al tiempo que alardeaba de alguna nueva adquisición. Yo era muy niño cuando él nos dejó y no supe entender a tiempo sus mensajes de vida. Ella había quedado sola al cuidado de tres hijos y una gran empresa. Pero mi rebeldía le ganó la batalla aquel día en que la dejé llorando.

Nunca pude sacar de mi cabeza esa imagen que me encogía el corazón y agrandaba mi orgullo. Sin embargo, ella me miraba hoy como si nada de aquello hubiese ocurrido. Estaba de pie ante mí, pero su rostro no llevaba ningún reproche, no me sentía intimidado -a pesar de que, por mis errores, debería hacerlo- al contrario, recordé los momentos en que ella me leía el pasaje del hijo pródigo y como yo le decía que, en verdad, nunca perdonaría a ese joven que pide con arrogancia una herencia aún en vida, la malgasta y luego viene a pedir perdón como si nada e, inexplicablemente, el padre le perdona y le hace una fiesta… Por primera vez en mi vida, comprendí que ese relato evangélico era mi propia vida y entendí por qué ella se esforzaba tanto por darnos el amor del Padre.

La miré y, por fin, pronuncié ese perdón que tanto esperábamos los dos. Se iluminó su rostro y su sonrisa dulce me perdonó.

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