El payaso sin sonrisa

Payaso triste

Ana Isabel Carballo | El espejo reflejaba la silueta frágil de aquel payaso, mientras Mario acomodaba la levita de vivos colores y mil remiendos. Se acercó un poco más al espejo y empezó a definir su rostro con aquella pintura blanca que ocultaba su decepción; la roja que dibujaba una sonrisa que ya no existía; una nariz redondeada y blandita junto a una peluca amarillo chillón en la cual colocó delicadamente una margarita blanca, único resplandor de esperanza que le quedaba. Y con esto consideró que terminaba de definir su atuendo.

Salió a la calle sin avergonzarse de su vestimenta a pesar de las miradas burlonas de sus vecinos. Deambuló por las calles ideando una excusa para no acercarse a aquel amargo hospital donde acabaría su jornada. Cuando pasó por delante de una iglesia, sintió la tentación de entrar, pero sus zapatones largos le hicieron tropezar y perder el equilibrio –motivo suficiente para cesar en su pequeño empeño de encomendar su trabajo a Dios–. Siguió adelante pensando que sus días de gloria ya habían enmudecido y que detrás de ese traje de payaso ya no quedaba un alma dispuesta a arrancar una sonrisa.

Cuando por fin llegó a la puerta de oncología infantil, pensó en dar media vuelta y dejarlo todo: su trabajo de voluntariado había dejado de llenar su vida y era inútil sacar de su corazón una esperanza en la que ya no creía.

Delante de él unos ojitos verde aceituna se giraron para volver a mirar y no perderlo de vista hasta que su madre la llevó al ascensor de la planta cuarta. Mario no había percibido aquella mirada entusiasmada y perdida por un momento en un baño suave de imaginación, muy lejana de la verdad que le esperaba unos pisos más arriba. La puerta del ascensor se cerró y Mario comenzó su recorrido. Como cada día, las risas de los niños se iban ahogando entre el malestar de los pequeños y las lágrimas de sus familiares…

Habían pasado varias horas y ya solo quedaban unas pocas habitaciones que visitar. Mario cogió el último aliento que le quedaba y se acercó a una de ellas. Dudó un rato antes de abrir la puerta, ya que recordaba al pequeño que había muerto hacía unos días en el momento en el que él intentaba hacerle reír y olvidar. Esto era lo que no podía soportar: intentaba buscar una sonrisa en unos niños que ya no tenían esperanza y Mario solo podía ver en ellos la destrucción y la soledad.

Llamó a la puerta y entró. Allí, bajo una pañoleta rosa con florecitas blancas estaban aquellos ojillos verdes que por un momento se llenaron de emoción al ver al payaso, pero que el dolor hizo que los cerrara pronto. Al darse cuenta, Mario quiso dar media vuelta para irse, pero la voz de la pequeña lo paró en seco:

– ¿Por qué estás triste, Payaso? –preguntó la pequeña– los payasos no pueden estar tristes, ellos son alegres y divertidos.

– Porque me duele veros así –contestó Mario.

– Entonces ¿por qué vienes?

Mario quedó turbado ante aquella pregunta de la niña. Esa era su verdad. Él venía por él mismo, porque quería estar a bien con Dios y con su conciencia. Hacía tiempo que ya no venía por ellos, ni por amor, ni porque tuvieran por un momento la felicidad que la enfermedad les estaba robando. Por eso hacía tiempo que su risa no llenaba, que su vida se iba apagando en la monotonía de los mismos chistes, gestos y payasadas de cada día, repetidas ya sin sentido.

Aquella pequeña había sido la voz de Dios que momentos antes no había querido escuchar en aquella iglesia. Lleno de satisfacción se sentó en la cama de la pequeña y le contestó:

– Que ¿por qué vengo? Ay, pequeña, antes no sabría responder a tu pregunta pero hoy he aprendido que me acerco aquí cada día para ver la mirada de Dios en vuestros ojos, para ver la alegría de Dios en vuestras risas, y para ser un instrumento de Él en vuestras vidas donde poner color y felicidad sin más motivo que por el amor que Él os tiene.

Aquellos ojos verdes rieron una vez más con fuerza al tiempo que decía:

– ¡Pues desde hoy ya no volverás a ser un payaso sin sonrisa!

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