El maestro

Máscaras de teatro
Fotografía: Owen Lucas (Creative Commons)

Ana Isabel Carballo | Faltaban pocos días para celebrar la fiesta del colegio. Para ello el maestro preparó un gran festival y empezó a pensar qué alumnos podrían ayudarle no solo con la actuación sino con todos los preparativos que la ceremonia conllevaba. Repartió los papeles sin olvidar a ninguno y se sentó a descansar.

Al cabo de un rato apareció en su despacho uno de los niños que con su voz tímida se dirigió al maestro y le dijo:
– Don Ramón, me ha pedido que dibuje el escenario, pero yo soy muy torpe dibujando y nunca podré realizar lo que me pide.
– Es verdad, Carlos, pero yo no he llamado solo a los capacitados sino que capacito a los que llamo –dijo el maestro con una dulce sonrisa.
– ¿Y cómo puedo hacerlo, entonces? –dijo el pequeño mostrando su incredulidad con los ojos abiertos de par en par.
– Consigue todos estos materiales y yo te enseñaré –respondió el maestro.

El pequeño escogió todo lo que le había pedido el maestro, se lo presentó y D. Ramón comenzó a enseñarle guiando sus manitas a lo que debía hacer. Después lo dejó a él solo y le dijo:
– Tú no pares, sigue así y verás cómo me has ayudado.
Carlos puso todo su esfuerzo en el encargo que se le había dado y, poco a poco, consiguió uno de los decorados más perfectos que la obra necesitaba.

Por la tarde se acercó otro pequeño a la mesa de D. Ramón y le dijo:
– ¡Es imposible! Esta pieza es demasiado complicada para mí, nunca podré hacerla perfecta.
– Mi pequeño Juan, yo te he pedido que tocaras esa pieza para tus compañeros, no te he pedido que saliera perfecta –afirmó el maestro.
– ¡Pero voy a hacer el ridículo! –sollozó Juan.
– Tú practica, no pares y verás cómo me ayudas.
Así fue como Juan puso todo su empeño en mejorar esas notas que se le resistían hasta que su pieza parecía interpretada por el mejor violinista del mundo.

Cuando D. Ramón se acercó a revisar el trabajo de todos sus alumnos, se encontró a Lucía que lloriqueaba en un rincón del escenario. Se aproximó hasta ella y le preguntó:
– Lucía, ¿por qué estás así?
Lucía secó las lágrimas con la manga de su jersey y le respondió:
– Don Ramón, usted se ha querido burlar de mí. Sabe que soy ciega y me ha pedido que baile con mis compañeros aunque comprende que nunca podría seguirles y jamás le podría servir para la actuación.
– No, Lucía, yo no he querido burlarme de ti –replicó el maestro- yo no he llamado solo a los capacitados, sino que capacito a los que llamo.
– ¿Y cómo lo haré? –dijo Lucía.
– Verás, he puesto contigo a Raúl. Él será tus ojos, tus pies, tus manos… Tú te fiarás de él y él te guiará porque yo le he hecho tu lazarillo y él ha querido ayudarte –contestó el maestro-. Tú no pares, sigue bailando y verás cómo serás de gran ayuda.
Lucía practicó durante días y con gran empeño siguió las indicaciones de Raúl pues sabía que el maestro lo había preparado para guiar sus pasos sin equivocación. Lucía llegó a confiar tanto en él que sus pasos seguros servían al mismo tiempo al resto de bailarines, incluso su sencillez hacían de ella la bailarina más dulce y suave que jamás se hubiera visto.

Más tarde apareció Pedro con su perfecto atuendo de rey, su capa, su corona, su cetro… Todo parecía indicar que él era el gran protagonista de la obra. Sin embargo, cabizbajo y entristecido se acercó a su maestro y le expuso:
– Es inútil que lo siga intentando. Estudio y estudio mi papel, pero al llegar al escenario me pongo tan nervioso que olvido todo lo que tengo que decir. Nunca podré hacerlo bien y estropearé toda su obra.
– Pedro –dijo el maestro- yo te he pedido que representaras el papel de rey, no que saliera perfecto. Tú sabes dirigir a los que quieres, organizar y luchar por los más débiles, por eso te he dado ese papel en mi obra, porque solo tú puedes ayudarme a que todo salga bien y, si te equivocas, te daré otra oportunidad para corregir tu error.
– ¿Y cómo puedo hacerlo? –preguntó Pedro.
– Tú no pares, sigue en tu empeño y verás cómo lo consigues –indicó el maestro.
Pedro consiguió aprenderse el papel de rey, salió al escenario y, acordándose de las palabras del maestro, logró hacer su papel sin olvidarse ni de una sola palabra.

El tiempo fue pasando y los días que faltaban para el gran día se iban sucediendo con más nerviosismo. Cuando faltaban unas horas para la actuación, Don Ramón se puso a revisar todos los pormenores de la obra: el telón tenía un acabado perfecto; los músicos afinaban sus instrumentos; los bailarines comenzaban a calentar; el rey repasaba su monólogo; y la princesa… ¿La princesa? ¿Dónde estaba la princesa? ¡Nadie había hablado antes de ella!… El maestro dirigió su mirada al patio de butacas y allí, entre la penumbra, se encontraba la princesa. El maestro, algo enfadado, le dijo:
– ¿Qué haces ahí sentada y sin vestir todavía? ¿Es que quieres estropear el esfuerzo de tus compañeros? ¿Acaso no te sabes el papel?
– Sí, me lo sé, pero… yo nunca podré hacerlo. Usted sabe que voy en una silla de ruedas y el traje jamás luciría –respondió la pequeña- Es mejor que me quede aquí sentada. Además la silla sería un estorbo para todos los demás.
– ¡Oh no, eso no es así! –exclamó el maestro-. No has venido a mí cuando me has necesitado, ni siquiera has luchado por superarte. Te has envuelto en tu desgracia y no has sabido salir de ella. No has pedido y no se te ha dado. Ahora mi obra quedará incompleta hasta que no te des cuenta de que en ti también busco ayuda para llevar a cabo mi plan, hasta que no te des cuenta de que no estás sola.

Después de dos horas el teatro entero se puso en pie ante la espectacular obra que habían realizado los niños. Reyes, princesas, músicos, bailarines… todos fueron aplaudidos por su esfuerzo y tesón y nadie quedó excluido por su condición. Antes bien, los pequeños demostraron que en el plan del Maestro todos tenemos nuestro papel si sabemos pedir ayuda. Y así es como Dios no llama a los capacitados sino que capacita a los que llama.

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