Corazón de Jesús, propiciación por nuestros pecados

| Desde esta invocación hasta la invocación «traspasado por una lanza» y la invocación «víctima de los pecadores» se atrae nuestra atención sobre la Pasión de Cristo: en unos casos sobre hechos concretos, en otros sobre su significación teológica con expresiones que hacen son eco del evangelio o del canto de Isaías 53.
La invocación que comentamos remite a tres textos del Nuevo Testamento:
Rom 3,23-25: «Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención realizada en Cristo Jesús. Dios lo constituyó medio de propiciación mediante la fe en su sangre, para mostrar su justicia pasando por alto los pecados del pasado»
1 Jn 2,1-2: «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. 2 Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero».
1 Jn 4,10: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados».
La expiación en la Biblia es la actividad que tiende a quitar todo impedimento fruto del pecado que impide restablecer una verdadera relación de amistad entre Dios y el hombre. Se enmarca, pues, en el concepto más amplio de salvación. Dios interviene con gestos salvíficos para restablecer la comunión con sus criaturas. El hombre con su oración, arrepentimiento y obras buenas pide obtener el perdón: «Señor, sé propicio conmigo, que soy un pecador (Lc 18,13), impetraba el publicano pecador de la parábola.
En el Antiguo Testamento son múltiples las invocaciones a este respecto: «Perdona mi falta aunque sea grande» (Sal 25,11), «perdónala por tu nombre» (Sal 79,9), reza el salmista, sabiendo que de Dios viene el perdón misericordioso (Sal 130,4). Al profeta Jeremías le promete: «Perdonaré su iniquidad y no recordaré más su pecado» (Jer 31,34). Más adelante abundará: «Los purificaré de todas las iniquidades con que me han ofendido y les perdonaré todas las culpas con que han pecado contra mí y me fueron rebeldes» (Jer 33,8).
Ese perdón se orienta a la nueva alianza en Cristo, que se ofrece como sacrificio de propiciación por el hombre. «Propiciación» traduce una palabra griega/hebrea que puede referirse a la tapa que cubría el Arca de la Alianza y que se rociaba con sangre el día de la expiación, o al instrumento de expiación. Ese instrumento cambia radicalmente de algo material a Cristo Dios y hombre: «Lo llama propiciatorio para demostrar que, si la figura tuvo tal fuerza, mucho mayor ha de manifestarla la verdad» (San Juan Crisóstomo: PL 60,444). La propiciación de Cristo parte del amor de su Corazón: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10).
San Juan, con ojos vidrioso al final de su vida, no ahorra expresiones afectuosas para expresar lo que descubrió recostado en el pecho del Señor, el alcance de su sacrificio: «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. 2 Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1 Jn 2,1-2).
Todos los apóstoles fueron invitados por Jesús mismo a centrarse en su Corazón, fuente de perdón de los pecados. Así lo decía san Juan Pablo II al explicar esta letanía:
«“Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados” (Jn 20,23). Y diciendo esto, les muestra las manos y el costado, en el que están visibles los signos de la crucifixión. Muestra el costado, lugar del Corazón traspasado por la lanza del centurión.
Así, pues, los Apóstoles han sido llamados a volver al Corazón, que es propiciación por los pecados del mundo. Y con ellos también nosotros somos llamados.
La potencia de la remisión de los pecados, la potencia de la victoria sobre el mal que alberga en el corazón del hombre, se encierra en la pasión y en la muerte de Cristo Redentor. Un signo particular de esta potencia redentora es precisamente el Corazón».
Y más adelante concluye:
Este amor del Corazón fue la potencia propiciadora por nuestros pecados. Ello ha superado ―y supera para siempre― todo el mal contenido en el pecado, todo el alejamiento de Dios, toda la rebelión de la libre voluntad humana, todo mal uso de la libertad creada, que se opone a Dios y a su santidad (Juan Pablo II, Ángelus, 17 de agosto 1986).