Comentario al Veni Sancte Spiritus (XIII)
, Ex director Nacional del APOR | Continúa la secuencia con la expresión consolador óptimo. El único que puede quitarnos la impresión de soledad es el Espíritu Santo. La sed que tenemos como criaturas de una compañía humana, el ansia de una verdadera vida de familia pues todos somos uno y ninguno esta solo. Tenemos necesidad de un consolador en el mundo, en medio del océano de nuestra tribulaciones –que todos tenemos muchas–. Este es el titulo mismo del Espíritu Santo: Paráclito, que significa abogado, consolador, abogado nuestro ante el Padre, en el sentido de que nos hace orar, nos aconseja, nos ayuda, nos da seguridad plena del perdón divino. Para los que tienen la gracia de sentir sinceramente el dolor de encontrarse en pecado el Espíritu es abogado, nos anima a presentarnos al Padre. Cuantas veces en medio de nuestras miserias, (no digo de las simples limitaciones sino de nuestras debilidades, también morales) tenemos y sentimos dificultad de acercarnos al Padre; y el Espíritu es nuestro abogado, nos anima, nos da confianza. Dios perdona pronto al alma fervorosa, al alma que se arrepiente y luego quiere volver al Señor, que llora los propios pecados. Dichosos los que lloran porque serán consolados.
El Espíritu Santo es el consolador excelente. También aquí el mejor de los consuelos es el fervor, consolación excelente. Hay más o menos consolación en este mundo y también en el orden sobrenatural hay grados de consolación. Todo sentimiento interno: alegría, paz, gozo en el Señor, aumento de fe, esperanza y caridad… pero la consolación suprema es el Espíritu Santo que se comunica a nosotros en el fervor del espíritu. La consolación excelente no es todavía el contento perfecto de la bienaventuranza, no es todavía la exultación de la patria, es un pregusto de aquella bienaventuranza, es solo el contento de Dios que se filtra a través de las nubes de este valle de lagrimas. De todas las consolaciones que pueden experimentarse aquí abajo en la tierra, la consolación del fervor sin comparación es la mejor. Por ella se pueden sacrificar, sin arrepentimiento, todos los otros consuelos. Quien lo ha experimentado alguna vez y sobre todo quien lo está experimentando actualmente, sabe bien lo que decimos. De no sentirlo así quiere decir que ha perdido el fervor o, más bien, que le ha sido infiel a El, porque esta consolación es una gracia que se puede perder fácilmente.
En espera de su venida gloriosa que nos sumergirá en su propia felicidad, Jesucristo, ahora en medio de la oscuridad de la fe, nos envía otro consolador para ayudarnos a mantenernos en vela durante la noche. Esta consolación del fervor la pedimos aquí y en toda la liturgia pentecostal. Consolación que a diferencia de las otras no viene de fuera sino que es muy íntima y sustancial, y nos dispensa de buscar consolaciones exteriores. Esta consolación penetra nuestras aflicciones mejor que un bálsamo consuela la medula, lo íntimo del corazón, con un consuelo que permanece y no se volatiliza. Cosa extraña, aun en las tribulaciones interiores, en medio de las desolaciones sensibles, el fervor sigue manteniendo intacta su consolación propia. Así se explica la paz profunda hasta la que no llega las agitaciones. Allí dentro queda un contento de Dios, el día de Dios en el fondo que solo desaparecerá si entra un estado de tibieza. Contento íntimo de experimentar una asistencia, de tener una compañía, de no estar solo, de mantener conversación silenciosa con Otro que es el consolador óptimo.
Dulce huésped del alma lo es el Espíritu en doble sentido: en cuanto ofrece hospedaje al alma desamparada, le ofrece morada y en cuanto es hospedado por el alma. En el Espíritu encuentra el alma asilo, acogida, hospitalidad.
Nuestra vida está escondida con Cristo en el Padre. ‘En casa de mi padre –dice Jesús– hay muchas moradas, voy a prepararos un sitio’. El Espíritu nos acoge con dulzura materna, con caricias divinas pero viene también a nosotros para hospedarse en nuestro corazón. El Señor ha querido decirnos, en muchas ocasiones, que El mismo vendrá a poner su morada en nuestro corazón; pero quiere hacerlo como huésped que desea ser invitado. No es un huésped que se impone a la fuerza por eso pide de nosotros la invitación cordial que le abra de par en par las puertas del corazón y viene como huésped estable más que como visitante de paso. Pues bien, para que venga como huésped estable del alma tenemos que preparar de ante mano nuestra casa y esto lo hacemos purificando nuestro espíritu. A esa purificación hemos de aplicarnos no solo dedicándole un día determinado, como preparación a una fiesta, sino con una preparación constante, día tras día, purificándonos de todo lo que pueda ser impedimento para la gracia de Dios.
El mismo Espíritu prepara su morada. Es purificador, el fuego del Espíritu purifica. Hemos de limpiarnos de las inclinaciones malas, de los hábitos viciosos, de los apegos desordenados. El Señor no vine con gusto a un corazón dividido. El se encuentra gustosamente donde es dueño de amor, donde es el predilecto del alma; pero donde tiene que soportar los gustos de los demás, El no se encuentra satisfecho. Podemos decir que la santidad del alma es un estar en correspondencia con su diligencia para obsequiar a este huésped, en la medida en que sabe ordenar del todo su vida de manera agradable a ese huésped que llama a la puerta del corazón. Resulta siempre empeñativo, y muchas veces molesto, el tener un huésped habitualmente en casa; porque el huésped, de alguna manera, ordena todas las cosas, exige dedicación, entrega, querría uno hacer una determinada cosa y no lo puede hacer porque hay un huésped en casa. Saldría quizás para desahogarse a dar un paseo o hacer una excursión pero tiene un huésped, y el huésped puede volver en cualquier momento… Hay que estar pendiente de ese huésped al cual hay que atender. De esta manera el Espíritu Santo es huésped del alma. Cada uno de nosotros tiene que ponerse a disposición de ese huésped divino, rey de amor del corazón que le abre las puertas.
Pero la secuencia dice, con mucha propiedad, dulce huésped del alma porque aun cuando tiene sus exigencias, éstas son exigencias de amor; aun cuando pide al hombre vivir en recogimiento interior y no disipado, pero teniendo los ojos fijos en el huésped del alma tiene una seguridad nueva, una paz nueva, una felicidad nueva, y ese huésped comunica al alma la dulzura y suavidad características del hombre lleno del Espíritu Santo.