A las puertas

| Arturo había estudiado medicina, siendo el número uno de su promoción. Especializado en ginecología, había visto la vida como un milagro. Cada recién nacido que llegaba a sus manos era un nuevo baúl que abrir al mundo, lleno de misterios, de luchas, de cobardías, de ilusiones, de desidias, de gracias, de perdones, de avaricias, de consuelos, de amores, de mentiras, de duelos… de vida.
Sin embargo, el baúl de Arturo parecía haberse vaciado hacía mucho tiempo. Ahora miraba sus manos ensangrentadas, no por sangre que brotara de sus heridas sino de su conciencia que ahora le llevaba a un fracaso mudo.
Recordaba la mañana en la que aquella joven -¡qué digo joven!- aquella niña de ojos azules entró en su consulta decidida: mascaba chicle para apretar con más fuerza su miedo, su vergüenza. ¿Pero qué sería de ella si no hubiese dado aquel paso? “Es tu vida”; “No dejes que otros decidan por ti”; “¿Es que acaso quieres fastidiarte el futuro? Aún eres demasiado joven”; oía repetir en su cabeza entre llantos de bebé que la ahogaban.
Pero para Arturo era una más, una ficha clínica que decidía su destino. Él solo un obrero que abogaba por la libertad de la mujer.
Cuando aquella niña se enteró de su embarazo, decidió que ese ya no era su problema. Por eso acudió a Arturo quien suavemente le contó los pormenores de la intervención pues, como él decía, una mujer debía estar al tanto de la magnificencia de su creación, para unos, destrucción, para otros.
Al llegar a la clínica, la joven se sintió molesta ante las personas que se manifestaban ante la puerta pidiendo que se salvase una vida. ¡Y eso era lo que ella iba a hacer!, salvar una vida, su joven vida. ¿Por qué no se metían en sus problemas? Ella ya tenía bastante con los suyos. En la sala de espera podía escucharse la radio. Un programa de debate había abierto un tema de gran controversia: embarazos no deseados. La joven, irritada ya por su entrada en la clínica, no podía soportar el programa. Sin embargo, su decepción fue mayor cuando la enfermera, alertada por Arturo, apagó el aparato de golpe, aunque no pudo apagar las voces que continuaban en fuerte batalla en el interior de la joven. ¡Qué estúpido era ahora pensar en un embarazo y más deseado, cuando ni siquiera el padre de la criatura había asumido su responsabilidad! Estaba sola, con su cuerpo que había empezado a cambiar y daba ya señales de un cansancio extremo.
Había llegado su turno, su miedo al qué dirán, su pánico a una decisión errónea. Y allí estaba tumbada… Su imaginación, alentada por los efectos de la anestesia, la llevó a un cementerio. Ella cargaba sobre sus hombros una losa de pequeñas dimensiones, sin nombre, sin fecha, solo un epitafio que decía: “Desde el instante en que te soñé te di vida. Eras mi pensamiento y te amé. Mas tú no pudiste elegir”. Llegó hasta un montículo de tierra recién levantada. La sombra de una cruz lo abrazaba como si quisiera proteger el tesoro que había dentro. Dejó caer la losa, acarició la tierra y vio un resplandor que venía de detrás de su espalda. Se giró bruscamente y vio un pequeño ángel que contemplaba la escena sujetando entre sus manos un bisturí. Los ojos de la joven enrojecieron de dolor. En un instante el ángel se acercó a ella, secó sus lágrimas y le dijo: “¿Y tú a mí?”.
Se escuchó un fuerte grito en la clínica. Portazos… Nadie se atrevió a moverse. Al cabo de unos minutos continuaron las consultas con total normalidad.
Pasaron los meses y aquella niña de ojos azules volvió a entrar en el centro médico. La expresión de su rostro había cambiado: ya no había miedo. Llegó su momento…
Arturo volvió a mirar sus manos ensangrentadas, pero de esta vez no las limpió sino que con ellas sostuvo al bebé que acababa de ayudar a nacer. Sonrió y alzándolo al cielo, exclamó: ¡MI NIETO!