La Biblia también es para el verano
, Diácono permanente | Por fin estamos en verano y con él llega el tiempo del asueto, de la distensión, de olvidarnos de los férreos horarios del trabajo, del colegio de los niños y sus actividades extraescolares, y de un fin de cosas que llenan habitualmente nuestra rutinaria existencial. Son vacaciones para los padres, para los hijos y también para los maravillosos abuelos y abuelas.
Y una de las cosas que nos trae este tiempo estival es ver en los noticiarios televisivos a atrevidos reporteros asaltando micrófono en mano en plena calle, a personas de todo tipo de edad y condición, para hacerles la original y gran pregunta: ¿A qué vas dedicar su tiempo este verano? Las respuestas que dan los entrevistados suelen muy ser parecidas: no madrugar, estar tumbado en la arena junto al mar, hacer deporte, pasear por la montaña, etc… Pero hay una respuesta que se repite en casi todos los entrevistados: “dedicaré tiempo a leer esos libros que tengo comprados y aún no he leído durante el año”.
Creo que es una idea genial leer libros que tenemos en casa y que no se han leído antes. Y es aquí desde donde propongo que el mejor libro para leer este verano, que no es otro que el libro de los libros: La Biblia (un libro que hasta hace muy poco tiempo existía un ejemplar en cada casa). Porque supongo que si preguntásemos a esos mismos entrevistados si conocen la Biblia, en su inmensa mayoría su respuesta sería afirmativa. Y si les preguntamos si se la han leído, la respuesta sería más bien negativa o en todo caso dirían que algo de ella si han leído.
Y ¿Qué es la Biblia, para que tenga el grandilocuente título de ser “el libro de los libros”? Y nosotros los cristianos ¿Qué sabemos de la Biblia? ¿Conocemos su origen, su estructura, su mensaje?
Antes de dar respuesta a estas preguntas, debemos tener claro que la Biblia es ante todo un libro inspirado, escrito por personas inspiradas por el Espíritu Santo, donde se nos da la Revelación de Dios en las Escrituras. “Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería”. (DV 11).
La palabra Biblia indica en griego el plural de la palabra libro (ta Biblia) y este plural se utiliza también para designar a un conjunto de libros de una biblioteca. Los cristianos adoptamos este mismo vocablo para designar el conjunto de libros que forman el Antiguo Testamento. Fue San Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla, s. IV d.C. el primero que usó la palabra “Biblia” para designar los libros sagrados, considerados por él como “el libro por excelencia”. En la Edad Media, el plural del griego se tradujo al latín como Biblia, convirtiéndose en una palabra femenina singular. Su uso se extendió al conjunto de libros del Antiguo y Nuevo Testamento. Este femenino singular es el mismo que utilizamos en español. A pesar de perder su sentido plural al pasar del griego al latín, la Biblia no es un libro, sino más bien una “biblioteca”, una colección formada por 73 libros diferentes. Pero al mismo tiempo, la Biblia se presenta como una obra con autonomía propia y, como tal, pertenece a la literatura universal.
La formación de la Biblia no se formó de la noche a la mañana, no se cayó ya acabada del cielo ni fue dictada a unos escribas autómatas. Mas bien Dios “se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería”. (DV 11). Y debemos tener en cuenta que la Biblia no pretende transmitirnos precisión histórica ni conocimientos de ciencias naturales. Además, los autores eran hijos de su tiempo. Compartían las representaciones culturales de su entorno y en ocasiones estaban anclados en sus limitaciones. Pero todo lo que el hombre debe saber acerca de Dios y del camino de la salvación se encuentra con certeza infalible en la Sagrada Escritura.
Como he indicado anteriormente la Biblia está formada por 73 libros, de los cuales 46 pertenecen al Antiguo Testamento y 27 lo forman el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento está clasificado en cuatro partes siguiendo un cierto orden temático: El Pentateuco (o Libro de la Ley); los libros Históricos; los libros Sapienciales y los libros Proféticos. Mientras que el Nuevo Testamento lo componen los cuatro Evangelios (Mateo, Marcos, Lucas y Juan), el libro de los Hechos de los Apóstoles (atribuido a San Lucas), las trece cartas de San Pablo, las Cartas a los Hebreos y las siete Cartas Católicas (epístola de Santiago; primera y segunda epístola de San Pedro; primera, segunda y tercera epístola de San Juan y el Apocalipsis de San Juan y la epístola de Judas). A estas cartas se las denomina católicas por estar dirigidas a todos los cristianos y no a una comunidad en concreto.
Como he comentado anteriormente la Biblia no ha caído del cielo tal y como la conocemos hoy, su formación se ha ido estableciendo a través de los siglos. Los primeros cristianos utilizaron la traducción griega llamada Septuaginta (es una traducción que se hizo de la lengua hebrea en la que estaba escrita, al griego, en los siglos III-II a.C.). Después se añadieron los libros del Nuevo Testamento. La lista oficial de los libros que constituyen la Biblia cristiana fue definitivamente reconocida por el Concilio de Trento en el s. XVI. Y después del Concilio de Trento (1546), Roma establece como oficial la traducción al latín que hizo San Jerónimo (390-405 d.C.), conocida como la “Vulgata”, que significa “popular”. La clasificación temática de los libros de la Biblia, tal y como aparece en las ediciones modernas, no existía antiguamente. Tampoco existía la división actual en capítulos y versículos. La división en capítulos se lo debemos al obispo de Cantuaria (s. XIII) Stephen Langton y los versículos los introdujo el impresor francés Robert Estiénne, quien en 1552 publicó toda la Biblia con versículos.
Después de este breve repaso a la formación de la Biblia, surge la gran pregunta: ¿Cómo debemos los cristianos situarnos ante la Biblia? La respuesta la encontramos en el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Sagrada Escritura se lee correctamente en actitud orante, es decir, con la ayuda del Espíritu Santo, bajo cuya influencia se ha formado” (CEC 109-119-137).
Si los católicos consideramos a la Biblia como un libro inspirado por Dios, deberíamos gozar de un contacto frecuente con la Palabra de Dios, porque “Dios habló de muchas maneras a los hombres, pero de un modo especial en las Sagradas Escrituras”. (Hb. 1,1-2)
A la lectura de la Sagrada Escritura debería acompañar la oración para que se realice el diálogo con Dios con el hombre, pues: “A Dios hablamos cuando oramos, y a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras” (San Ambrosio)