Danos hoy nuestro pan de cada día (II)

Maná caído del cielo
Fotografía: Lawrence OP (Flickr)

Antonio Pavía, Misionero comboniano

Damos un salto en la exposición del caminar de Israel por el desierto y nos centramos en el maná que Dios envió a su pueblo como alimento. Recordemos que Moisés y Aarón habían prometido, en nombre de Dios, al pueblo que al día siguiente encontrarían la comida que Dios había preparado para ellos: el maná.

Al amanecer los peregrinos vieron que sobre el campamento se habían posado como una especie de granos que semejaban la escarcha. ¿Qué es esto?, se preguntaron. Moisés les respondió: “Este es el pan que Dios os envía como alimento”. Pan, alimento, fuerzas para caminar, éstas y otras acepciones podríamos utilizar al referirnos al maná enviado por Dios a su pueblo. Los padres de la Iglesia, inspirados por el Espíritu Santo, vieron en él el Pan de Vida que el Hijo de Dios nos ofrece tanto en su Palabra como en la Eucaristía.

Polemizar si el maná con que Israel fue alimentado a lo largo del desierto tiene más relación con la Palabra que con la Eucaristía no es sino banalizar los dones que Dios ha entregado a los hombres para que puedan crecer hacia Él. Lo importante acerca del Pan de Dios es que Jesús lo presentó ante el Tentador como el alimento verdadero que vivifica al hombre. Recordemos que cuando Satanás intentó desvirtuar la misión del Hijo de Dios instándole a convertir unas piedras en panes para saciar su hambre, su respuesta fue: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).

Lo realmente importante, y luego veremos su razón y su por qué, es que el Señor Jesús tapa la boca al Tentador sirviéndose de uno de los memoriales de fe que Dios tatuó en el alma y el corazón de su pueblo: el maná. Tan fuerte es este memorial que viene recogido de forma magistral en el libro del Deuteronomio. Como ya he dicho y es bueno repetir, Jesús lo cita textualmente dejando a Satanás sin argumentos para insistir en su tentación. El texto deuteronómico al cual se refirió Jesús, dice expresamente: “Acuérdate de todo el camino que Yahveh tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto… Te hizo pasar hambre, te dio a comer el maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Yahveh” (Dt 8,2-3).

A la luz de la experiencia de fe de Israel y teniendo en cuenta que el maná es figura y símbolo de realidades mucho más profundas, cumplidas en nosotros por obra y gracia del Mesías, elucubrar, como dije antes, acerca de si se refiere más a la Palabra que a la Eucaristía, o viceversa, nos parece que es rozar el ridículo; tan ridículo que corremos el peligro cierto y real de subordinar las inescrutables y extraordinarias riquezas de Dios a consideraciones más o menos subjetivas con la carga de sentimentalismo que ello conlleva.

Entrar, pues, en esta cascada de subjetivismos nos hace perder de vista la intención del Hijo de Dios. Recordemos a este respecto que, cuando sus discípulos le pidieron que les enseñara a orar, les dio a conocer la bellísima oración del Padrenuestro. En ella pedimos a su Padre, y que es también nuestro, el pan de cada día, el suyo, el que se encuentra en la Palabra y en la Eucaristía. Así es, sin mucha palabrería, como tenemos que orar a nuestro Dios y Padre. Recordemos el principio de esta oración sublime que podemos llamar el paradigma de todas las oraciones: “Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados… Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día…” (Mt 6.7-11).

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