Buscando el lugar
| Había una vez un hombre sencillo que buscaba su lugar en el mundo: un grupo de gente como él, con buen corazón, pero también pecadora, pues ¿quién no ha cometido alguna vez un pecado?
Caminó largo rato por la ciudad hasta que encontró, en medio de un callejón oscuro, un portón grande totalmente iluminado con grandes focos y unas luces de neón que intermitentemente señalaban el edificio. Se acercó con precaución, pues el lugar no proporcionaba mucha seguridad y, al llegar, se encontró en la puerta un gran cartel que decía: “Prohibido el paso a toda persona que no haya pecado”. El hombre, mirando en su corazón se dijo: “Este es mi lugar, pues en toda mi vida he pecado muchas veces”. Se decidió a entrar. Empujó con fuerza la puerta, pero el local estaba tan abarrotado de gente que apenas pudo abrir una rendijita por la que se coló. Se hizo hueco entre la multitud hasta que llegó a lo que parecía ser el lugar de inscripción. Un hombre mayor con una gran barba blanca le tomó los datos y empezó a hacerle un cuestionario. Comenzando por el primer mandamiento hasta el último, fue interrogando a aquel hombre sencillo. Cuando este respondió que sí había faltado al cuarto y al décimo mandamiento en demasiadas ocasiones, el anciano de la barba blanca le preguntó: “Pero… ¿has pedido perdón por ello?” A lo que él respondió que sí. Entonces el hombre, acariciando su barba respondió: “Este no es tu lugar, buen hombre. Lo que Dios ha perdonado, perdonado queda y jamás Dios volverá a interrogarte por ese pecado. El Señor Dios perdona y olvida”. El hombre salió del local y, frente al aire rancio del interior, sintió el azote del viento fresco de la noche, como una bocanada de esperanza.
Siguió recorriendo las calles de la ciudad hasta que encontró un jardín totalmente iluminado, lleno de flores con hermosos colores y unos bancos recién pintados que invitaban a sentarse. Así lo hizo y, mientras observaba toda aquella maravilla, vio a lo lejos una casita pequeña, dulcemente decorada, como si de una ermita se tratara. Se dirigió a ella y vio que en la puerta había un gran cartel que decía: “Prohibido el paso a toda aquella persona que haya pecado alguna vez”. El hombre quitó con rapidez su mano del pomo de la puerta, pero su curiosidad le hizo acercarse hasta la ventana. Solamente había un hombre en aquel lugar. Estaba tranquilo leyendo el periódico en un enorme butacón, pero se le veía triste. Cuando observó movimiento en la ventana, se levantó de un salto a abrirla. Con una gran sonrisa dijo: “¡Buen hombre, no se quede ahí, entre! El hombre sencillo bajó la cabeza y respondió: “Es imposible, el letrero de su puerta lo dice claramente”. Desde el interior, el hombre volvió a cerrar la ventana, se fue a su sillón y entre dientes masculló: “Nadie jamás vendrá a hacerme compañía, pues no hay nadie en esta tierra que no haya ofendido alguna vez a Dios”.
Nuestro hombre siguió caminando lentamente por las calles hasta llegar a una iglesia. De pronto, una voz le llamó desde el dintel de una pequeña puerta lateral: “Eh, psss, ven, ¿qué haces por ahí solo a estas horas de la noche? Ven aquí con nosotros a calentarte, fuera hace demasiado frío”. El hombre de buen corazón aceptó la invitación, pues estaba cansado y desanimado después de una noche tan larga. Al entrar, se encontró en un local sencillo, sin muchos adornos ni luces de neón extravagantes. Solamente algunas velas y luces tenues alumbraban la estancia. Algunos hombres y mujeres estaban sentados en el suelo formando un círculo y, en medio de ellos, una mesita en forma de altar sostenía una gran vela y una cruz. Cuando se unió al grupo, pudo escuchar con claridad como un hombre leía en voz alta: “Hemos dejado de hacer cosas que deberíamos haber hecho y hemos hecho cosas que deberíamos haber dejado de hacer”.
El hombre sencillo y de buen corazón sintió en su corazón un gran alivio y, entre sollozos, alabó a Dios por haber encontrado, por fin, su lugar.