Ascesis de la oración (I)

Orando

Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | La oración cristiana como encuentro especial con Dios, dentro de una vida en la presencia Trinitaria, está fundada en la condescendencia gratuita del Señor. Él es quien, por iniciativa suya, nos llama, nos abre su intimidad y se comunica en ella con una verdadera compenetración personal.

Podría parecer que de nuestra parte no hay nada que hacer, que el hombre no tiene intervención activa, sino que únicamente queda dejar hacer a la intervención gratuita y a esa comunicación benigna del Padre. Sin embargo, no es esa la lección del Señor, ni la enseñanza y norma que la Iglesia proclama. No es tampoco la tradición de la ascesis cristina. Es un problema común a toda la realidad del mundo sobrenatural. Entramos con ella en el misterio asombroso de la colaboración del hombre a la implantación del Reino de Dios que es la santidad. Y es verdad que el hombre tiene que colaborar con Dios, aún en lo más íntimo de la comunicación de Dios.

Siempre ha habido una especie de oposición-contraposición o, al menos, siempre en el hombre ha surgido la idea de que debe existir una contraposición entre el don de Dios y la actividad del hombre. De modo que hay una tendencia a eliminar uno de los dos extremos. Por un lado, ensalzar que todo es don de Dios y, en consecuencia, eliminar toda actividad del hombre, considerando que no hay nada que hacer, añadir o poner de nuestra parte. A esto se llama quietismo, el hombre es puramente pasivo en el orden de la Gracia. En el otro extremo se ha ensalzado la actividad humana de manera que sea el hombre quien realice eso que se llama don de Dios. Y de este modo pierde su carácter de Gracia o don. Es el pelagianismo, en grados diversos.

La verdad cristiana proclama la indudable iniciativa de Dios y la absoluta gratuidad de su don, considerando que generosamente el Señor, respetando al hombre, le confía sus obras. Así es Dios de impenitentemente bueno. Hace una obra y la confía al hombre. Realiza la creación y se la confía al hombre para que la termine. Lo mismo en el orden de la redención, que confiará al hombre para que la termine, «Ahí está la sangre de mi Hijo, adminístrala». Estamos en el régimen de la Gracia y, a la vez, en el régimen de la colaboración del hombre.

La grandeza de la Gracia de Dios está en que también hace al hombre capaz de contribuir en el orden sobrenatural. Esta grandeza no está en anular a otro, sino en propiciar que el hombre y las criaturas sean capaces de hacer. El gran pecado del hombre consiste en que, cuando el Señor le confía sus obras, él quiere llevarlas a cabo independizándose de Dios, marginándolo, cuando su colaboración debe ser en perfecta dependencia de Dios, como instrumento suyo.

Anterior

Decálogo de un buen amigo

Siguiente

Con letra de molde