Hambre, sed… y Dios con ellos (II)

Fuente

Antonio Pavía, Misionero comboniano

Poco tiempo duraron las ensoñaciones de Moisés. ¡Que no tenemos agua, que nos morimos! Los gritos son cada vez más ensordecedores, y lo peor es que no se atisba solución alguna…, o sí. El que traspasó las leyes de la naturaleza abriendo para su pueblo un camino en medio de las aguas, podrá intervenir nuevamente. A final de cuentas, se diría Moisés, no estamos aquí en esta etapa del desierto por nuestra propia iniciativa, sino por la suya, más aún, siguiendo y obedeciendo su mandato. Moisés pasó del soliloquio a la acción: “Invocó a Yahveh…”

Conocemos la respuesta de Dios a su súplica. Le mostró un madero y le mandó que lo arrojara al agua, a esas aguas amargas que el pueblo había escupido. Dice la Escritura que, al entrar en contacto el leño con las aguas amargas, desapareció la insalubridad. El pueblo entonces calmó su sed, pudiendo así continuar su camino hacia la libertad.

La simbología catequética de estos hechos es fortísima. Los santos Padres de la Iglesia ven en el madero un anuncio profético del misterio salvífico de la cruz de Jesucristo. Por medio de ella, el Hijo de Dios convirtió la muerte en vida, el mal en bien, la amargura de una existencia sin sentido y escasa de calidad en “vida en abundancia”. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor” (Jn 10,10b-11).

El Señor Jesús fue enviado por el Padre para beber Él solo “las aguas amargas” que fluyeron de la catequesis que Satanás dio a nuestros padres Adán y Eva; en realidad, mentiras destructoras que les llevaron a desobedecer a Dios. San Pablo nos habla de esta destrucción interior con este su estilo tan peculiar que le caracteriza y que bien conocemos: “… ¿Qué frutos cosechasteis entonces de aquellas cosas que al presente os avergüenzan? Pues su fin es la muerte. Pero al presente, libres del pecado y esclavos de Dios, fructificáis para la santidad, para la vida eterna. Pues el salario del pecado es la muerte; pero el don gratuito de Dios, es la vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 6,21-23).

Dicho esto, es conveniente describir la acción directa que nuestro Señor Jesucristo realiza en nosotros. Estoy llamando acción directa al acontecimiento de todos los acontecimientos: su dejarse clavar en la cruz. Al ser elevado en este leño, bebió todas las aguas amargas de nuestra existencia, las mismas que nos hacen deambular por los entresijos de nuestra vida sin saber dónde agarrarnos, sin nadie lo suficientemente firme como para sostenernos.

Jesús, el Hijo de Dios, el que lleva en su alma el amor incondicional de Dios hacia el hombre, bebió de esta agua, que simboliza nuestras amarguras, en la esponja empapada en vinagre que llevaron hasta sus labios cuando gritó exhausto: ¡Tengo sed! “Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: Tengo sed. Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca. Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: Todo está cumplido. He inclinado la cabeza entregó el espíritu” (Jn 19,28-30).

Así como Dios, por medio de Moisés, convirtió las aguas amargas en aguas saludables al entrar el leño en contacto con ellas, así, de la misma forma, el vino amargo que Jesús, clavado en la cruz, -el leño bendito- bebió, se convirtió en vino nuevo de la salud y de la salvación. Juan fue testigo de la efusión de vida que manó del costado del Crucificado: lo vio y nos lo contó: “Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con él. Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua” (Jn 19,32-34).

Hemos visto en el pasaje anterior que Dios es aquel que tiene poder para cambiar la amargura, que tantas veces se adueña de nuestra existencia, en dulzura, sosiego, paz, alegría, etc. Después de mostrar al pueblo lo que es capaz de hacer en su favor, Dios le exhorta a escuchar, en actitud de acogida, su Palabra a la que constituye en garantía de su libertad y prosperidad.

Se nos abre una vez más la puerta a la espiritualidad de la Palabra. Su escucha y aceptación, su guardarla en el corazón, en lo más profundo de nuestro ser, no tiene nada que ver con una especie de sometimiento, algo así como si Dios se regocijara ejerciendo su dominio implacable sobre sus criaturas. Si tuviésemos que resumir con la mayor brevedad posible el por qué Dios exhorta una y mil veces a los hombres a escuchar, acoger y guardar su Palabra, echaríamos mano de la bellísima intuición catequética que Juan nos brinda en el Prólogo de su evangelio: “En ella –la Palabra- estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1,4).

Esta y no otra es la única razón por la que Dios insiste tanto en que Israel escuche y acoja su Palabra. En definitiva, lo que Dios está deseando de Israel y de todo hombre es que viva; recordemos que la seducción de Satanás pone en juego su supervivencia. La Palabra es como el hilo conductor por la cual Israel podrá llevar a cabo la misión por y para la que ha sido elegido. Elección y misión que tan certeramente definió, inspirado por el Espíritu Santo, el autor del libro de la Sabiduría. Proclamó que los hijos del pueblo de Israel habían recibido la misión de “dar al mundo la luz incorruptible de la Ley/Palabra” (Sb 18,4b).

El Antiguo Testamento abunda en testimonios que reflejan la conciencia, meridianamente clara, acerca de la acogida de la Palabra como fuente de vida para Israel, e incluso -lo hemos visto anteriormente- como piedra angular de su supervivencia. Quizá decir supervivencia no sería suficiente; habría que añadir la persistencia de la protección de Dios sobre el pueblo con su consiguiente bienestar. Estamos hablando de un acompañar, de una solicitud de Dios con los suyos, lo cual, por otra parte, es perfectamente lógico, ya que Dios está allí donde se acoge su Palabra; está, pues, en todo aquel que la guarda en su interior como nos lo certificó el Señor Jesús: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).

Hemos dado un poco sorpresivamente un salto hacia el Nuevo Testamento con el fin de dejarnos acariciar con el testimonio, que a su vez es promesa, del Hijo de Dios. Nos conviene volver nuevamente sobre nuestros pasos hacia el pueblo elegido, con la intención de recoger con santo temblor, algún que otro texto profético que nos haga ver la conexión indeleble entre la Palabra y la vida concreta del hombre; o, mejor dicho, puntualizando, su calidad de vida.

Nos podríamos fijar en Baruc, profeta del exilio, quien, revestido por Dios de amor entrañable hacia su pueblo, se siente movido a exhortarle a volver a la Palabra, a fin de que Dios le abra nuevamente un camino de libertad: “Escucha, Israel, los mandamientos de vida, tiende tu oído para conocer la prudencia… Aprende dónde está la sabiduría, dónde la fuerza, dónde la inteligencia, para saber al mismo tiempo dónde está la longevidad y la vida. Dónde la luz de los ojos y la paz” (Ba 3,9-14).

En la misma línea, nos hacemos eco de esta recomendación del autor del libro de los Proverbios cuya altura espiritual nos deja sobrecogidos: “Atiende, hijo mío, a mis palabras, inclina tu oído a mis razones. No las apartes de tus ojos, guárdalas dentro de tu corazón. Porque son vida para los que la encuentran, y curación para toda carne. Por encima de todo cuidado, guarda tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida” (Pr 4,20-23).

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