Danos hoy nuestro pan de cada día (III)

Amanecer en el desierto

Antonio Pavía, Misionero comboniano

El autor del libro del Éxodo culmina su narración del envío del maná de parte de Dios a su pueblo puntualizando que éste fue su alimento a lo largo de todo su caminar, día tras día, hasta su llegada a la tierra prometida. Aún más, nuestro cronista especifica la duración del peregrinar del pueblo santo de Israel por el desierto: cuarenta años.

Vamos a entrar, aunque sea un poco por encima, en la inagotable riqueza catequética que encierra este texto, que es como el broche de oro con el que culmina el milagro del maná, que constituye un hito importantísimo en la espiritualidad del pueblo de Israel. Hito que no podemos en absoluto dejar de lado ya que apunta a la vivencia, también alimento, de los discípulos del Hijo de Dios.

Empezamos sondeando el sentido del número de años que duró la travesía; el autor nos dice que fueron cuarenta. Este número encierra un simbolismo especial, indica el paso de una generación a otra, por lo que intuimos que la intención del cronista es meridianamente clara: el peregrinar del hombre hacia Dios dura toda su vida. Es un peregrinar en el que somos sostenidos y alimentados por el mismo Dios; de no ser así, el desierto de nuestra vida estrecharía paulatinamente sus horizontes sobre nuestra alma hasta asfixiarla.

La cuestión que se nos presenta es la siguiente: Si Israel caminó a lo largo del desierto durante cuarenta años, es decir, toda una generación como hemos visto, ¿quiénes entraron realmente en la tierra prometida? Recordemos que estamos haciendo un análisis catequético, no científico ni estadístico. Nos dice la Escritura que los que entraron en la tierra prometida no fueron tanto los que salieron de Egipto, sino más bien los hijos que fueron concebidos a lo largo de la travesía.

Fijémonos a este respecto en las palabras que el autor del libro de los Números pone en boca de Dios ante la enésima rebeldía, con su consiguiente murmuración, de Israel; hablamos de su rechazo frente a los planes y proyectos de liberación que Dios tiene para con él: “… os juro que no entraréis en la tierra en la que, mano en alto, juré estableceros. Sólo a Caleb, hijo de Yefunné y a Josué, hijo de Nun, y a vuestros pequeñuelos, de los que dijisteis que caerían en cautiverio, los introduciré, y conocerán la tierra que vosotros habéis despreciado” (Nm 14,30-31).

El relato del autor, inspirado por el Espíritu Santo, de un acontecimiento más que normal como es el fallecimiento de una multitud de personas por ley de vida y, por lo tanto, como algo natural, se transforma, a la luz de la plenitud de la revelación de Dios por medio de su Hijo, en uno de los pilares fundamentales de nuestra fe. San Pablo lo resume en estas pocas palabras. No es el hombre viejo el que “se corrompe siguiendo la seducción de la concupiscencia” (Ef 4,22b) el que entra en la nueva y definitiva tierra prometida, en el Reino de los Cielos, sino “el Hombre Nuevo creado según Dios” (Ef 4,24).

No se trata de negar al hombre. Más aún, si un día emerge en nosotros el Hombre Nuevo, será desde el hombre viejo, aquel que un día se puso en camino buscando a Dios y, en Él, respuestas que nadie le ha podido dar. Fue así, y caminando a veces entre trompicones, que llegó a ser un Hombre Nuevo en Cristo Jesús (2Co 5,17).

Hombre viejo, Palabra y Hombre Nuevo: he ahí el proceso. Nos lo dice Juan en el Prólogo de su Evangelio: “Vino a su casa, y los suyos no la recibieron -la Palabra-. Pero a todos los que la recibieron les dio poder para hacerse hijos de Dios, a los que creen en su Nombre” (Jn 1,11-12).

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